CRÓNICA POLICIAL EN LA HISTORIA

Ronald Biggs, la mente del robo del siglo que ridiculizó a Scotland Yard

El 8 de agosto de 1963, el tren postal que unía Glasgow con Londres fue asaltado en 28 minutos sin necesidad de disparar un tiro. Del botín -3 millones de libras esterlinas, además de acciones, cheques y otros valores- se recuperó apenas una parte. El cerebro del atraco se fugó de la prisión y huyó a Río de Janeiro, donde vivió durante más de 30 años, hasta que enfermo, se entregó a la policía británica.

Fuente: Télam
ronald Biggs

El primer signo de esta historia se remonta al invierno ingles de 1949, cuando Ronald Biggs –por entonces, un muchacho de 20 años que había desertado de la Royal Air Force para convertirse en un ladrón de poca monta– purgaba una condena leve en la cárcel de Lewes, al sur de Sussex, por un robo menor. Allí, a través del relato de otro preso llamado Albert, un ex clasificador del correo, supo de la existencia del tren postal que regularmente transportaba cuantiosos valores entre Glasgow y Londres. Quizás, en ese instante, una luz se prendiera en su cerebro.

Meses después, Biggs fue trasladado a la prisión de Wormwood Scrubs, donde hizo buenas migas con Bruce Reynolds, otro ladronzuelo de su edad. Y no tardó en comentarle el asunto del tren postal. Su valiosa carga les quitaba el sueño. Lo cierto es que aquello pasó a ser un tema de conversación recurrente entre ambos; al principio, sin más propósito que mitigar las horas muertas del encierro. Pero, inadvertidamente, ese simple ejercicio carcelario encendió en ellos el misterioso fuego de la ambición. Aunque tardarían en darse cuenta de semejante circunstancia.

Porque tras cumplir sus condenas, los caminos de Biggs y Reynolds se bifurcaron. Por más de una década no se vieron. Así fue como el proyecto en cuestión quedó sepultado bajo las arenas del tiempo.

Mientras tanto, Biggs pareció enmendar su vida. Había dejado de lado el delito, trabajaba de carpintero y contrajo enlace con Brent Charmian, la hija de un honestísimo maestro de escuela. En 1960 nació Nick su primer hijo.

Todo iba bien encaminado para él hasta que, en el verano 1963, se topo con su viejo amigo. Al igual que él, Reynolds también se había casado y tenía un hijo bautizado con el mismo nombre que el primogénito de Biggs. Aquella coincidencia fue tomada por ellos como un guiño del destino.

Días más tarde, Reynolds y los suyos fueron agasajados en el hogar de Biggs. Entre cerveza y cerveza, mientras los niños chapoteaban en una pileta de lona y las esposas preparaban el almuerzo, el visitante, preguntó:

–¿Recuerdas, Ronnie, tu idea del tren postal?

Biggs sonrió al contestar:

–Sí, hombre, pero hace falta dinero y organización.

Reynolds, ya en tono confidencial, soltó:

–Tengo unos buenos ahorros y a los hombres indicados…

A Biggs le brillaron los ojos. Reynolds prosiguió:

–La organización correrá enteramente por tu cuenta, con esa mente tan precisa y ordenada que Dios te dio. ¿Aceptas?

La banda del tren

Durante la madrugada de 8 de agosto de 1963, tras un mes de preparativos tan intensos como minuciosos, dos camionetas y un camión estacionaron con gran sigilo debajo el puente de Bridego, que precede a la estación de Cheddington, distante a tres kilómetro de Londres. Acto seguido, descendieron 16 hombres. Rápidamente se pusieron mamelucos negros sobre los uniformes militares que habían servido de cobertura durante el trayecto –simulando así ser una brigada ligera del ejército en maniobras nocturnas– y cubrieron sus rostros con medias de mujer. Entonces tomaron las posiciones previamente acordadas. La primera fase del plan se había consumado.

Roger Cordrey, uno de los atracadores, se adelantó en camioneta hasta el lugar desde donde debía avisar, a través de un transmisor portátil, la llegada del Tren Correo de Su Majestad; también era el encargado de preparar la señal para provocar su detención. Para ello subió por la escalerilla del semáforo.

Reynolds quedó en las inmediaciones del puente para acercar el camión a las vías, poco antes de que llegara el tren. En tanto, el grueso de la banda fue hacia la torre de señales. Allí, esos 14 hombres se tiraron sobre el pasto, en los dos lados de las vías, apretándose contra el suelo cada vez que pasaba un tren de línea. Los minutos transcurrían con una lentitud atroz.

En esa interminable espera, Biggs sintió se vio invadido por un torrente de imágenes, que arrancaban en el ya remoto invierno de 1949 para culminar precisamente en aquel “Día D”. Agazapado sobre la maleza y envuelto por su maraña de recuerdos, sintió de pronto la señal del transmisor: “¡Aquí llega el tren! ¡Ya está! ¡Buena suerte!»

Esas ocho palabras fueron como música para sus oídos.

Con un viejo guante, Cordrey cubrió la señal verde, antes de conectar la batería que activaría la luz roja. Y bajo precipitadamente por la escalerilla para correr hacia sus compañeros.

El tren estaba cerca. Iba a toda velocidad. Todos creyeron que pasaba de largo. Pero no; se detuvo en el momento justo y en el lugar adecuado.

El fogonero bajó, dirigiéndose de mala gana a un puesto telefónico para pedir instrucciones. Fue reducido con rapidez, sin ofrecer resistencia.

No pasó lo mismo con el maquinista, Jack Mills, quien intentó bloquear el el ingreso de los intrusos. Pero un leve culatazo, prodigado casi con cariño, lo indujo a la prudencia. Y no hubo más incidentes.

A puro hachazo, tres integrantes del grupo desvincularon la locomotora –donde se guardaban las bolsas con el dinero– del resto del convoy. Pero Fred, el sexagenario miembro del grupo cuyo papel era oficiar de maquinista, tuvo a último momento dificultades para llevarla hacia el sitio. Entonces, el bueno de Mills tuvo la gentileza de mover la máquina hasta ese punto.

Luego, con movimientos sincronizados, las sacas fueron introducidas en el vehículo estacionado bajo el puente.

De acuerdo a lo previsto, todo el operativo no duró más de 28 minutos. El botín: tres millones de libras esterlinas en billetes de variada denominación, además de acciones bursátiles, cheques y moneda extranjera. En suma –con el cálculo inflacionario correspondientes– unos siete millones de dólares.

El robo del siglo se había consumado.

Tocata y fuga

La magnitud atraco movilizó en la prensa los engranajes del sensacionalismo, y no solo dejó perplejo al Scotland Yard sino a toda la sociedad británica; las instituciones de la isla tambaleaban al compás del estupor. Tanto es así que, al día siguiente, la libra esterlina sufrió una notable caída en la Bolsa de Valores.

Pero para sus hacedores no todas fueron rosas. Porque una vez cometido el hecho, se esperaba la llegada de otro contingente operativo con la misión de borrar las huellas dejadas por los asaltantes. Pues bien, aquel grupo nunca hizo acto de presencia. Y en este punto, el plan de Biggs –apodado “La Mente” de allí en más– quedó inconcluso. De modo que, al poco tiempo, los integrantes de la ya denominada “Banda del Tren” fueron sistemáticamente identificados, localizados y detenidos. No obstante, la eficiente policía británica apenas pudo recuperar una pequeña parte del dinero sustraído.

Meses más tarde, en medio de muestras de respeto y simpatía por parte de la opinión pública hacia Biggs y sus muchachos, comenzó el juicio contra ellos. Y la maquinaria legal del Estado británico puso en funcionamiento todo su rigor. Es que la principal damnificada del ilícito había sido nada menos que la figura de Su Majestad. De manera que hubo condenas de entre los 18 y los 30 años de prisión. “La Mente” se llevó la peor parte.

Pero en términos reales, Biggs solo cumplió menos de dos.

Durante un caluroso atardecer de 1965, mientras los reclusos del penal de de Wormwood hacían ejercicios físicos en el patio, se vio caer una enorme escalera proveniente del exterior, la cual quedó apoyada sobre el muro. Biggs se apuró a trepar por ella, mientras sus compañeros obstaculizaban por todos los medios la acción de los atribulados guardias. Del otro lado lo aguardaba un camión cuya caja sin techo estaba tapizada con colchones. “La Mente” volvía a burlarse del Scotland Yard.

De ahí en más, su periplo contabilizó varias escalas. Su primer destino fue Paris. Allí, tras someterse a una cirugía estética y conseguir un pasaporte falso, partió hacia Australia. En ese país permaneció cuatro años en medio de una absoluta tranquilidad.

Su presencia en Sidney fue revelada por él de modo voluntaria, cuando, a través de un prestigioso estudio jurídico, anunció la publicación de un libro escrito por él sobre el famoso robo, cediendo los derechos de autor a su mujer e hijos (ya tenía tres). A partir de aquel instante, su rastro volvió a evaporarse.

En 1970 reapareció públicamente en Rio de Janeiro y, fiel a su estilo, de modo espectacular. Es decir, en una conferencia de prensa.

En dicha oportunidad, soltó la siguiente declaración: “Señores, soy ‘La Mente’, del robo del siglo. Aquí estoy y aquí me quedo, porque tengo un hijo nacido en Brasil, y la ley prohíbe la extradición en un caso así”.

Desde ese momento fijo su residencia legal en esa ciudad. Ocurre que se había unido a una bailarina y modelo brasileña, con la cual gestó a Michael, la garantía de su libertad.

Exilio tropical

Raimunda y Michael en 2002 cuando Ronald Biggs ya se haba entregado a la polica birtnica despus de ms de 30 aos prfugo Foto AFP
Raimunda y Michael, en 2002, cuando Ronald Biggs ya se había entregado a la policía birtánica después de más de 30 años prófugo. (Foto: AFP)

En su ciudad de adopción, junto al pequeño Michael, su existencia obtuvo el sosiego deseado y también la retribución a sus hazañas con el enorme afecto que le brindaba el pueblo carioca.

De tanto en tanto volvía a las planas periodísticas a través de entrevistas periodísticas, o cuando –por ejemplo– participó como cantante en el álbum de los Sex Pistols, “The Great Rock ‘n’ Roll Swindle”, grabado en 1978, donde entona el tema “No One Is Innocent” (“Nadie es inocente”), que se convirtió en un clásico del rock.

Pero, en 1981, el reposo de este guerrero del delito se vio súbitamente sacudido cuando un grupo de mercenarios británicos –que simulaba integrar un equipo de filmación– lo secuestró, llevándolo a Barbados, que mantenía vigente un tratado de extradición con Gran Bretaña.

Pero el clamor de los cariocas, no dispuestos a ser privados de su mito predilecto, junto a la batalla diplomática encarada por la cancillería de su país adoptivo, hizo fracasar la maniobra. Biggs fue devuelto a Río de Janeiro en medio de un recibimiento apoteótico. Las telefotos del momento, en las que “La Mente” se reencontraba con Michael, recorrieron las primeras planas de la prensa mundial, emocionando a lectores de diferentes latitudes.

En 1985, en medio de una gran festividad popular, Biggs celebró los 20 años de su fuga. Junto él, además de todos sus hijos, estaba su primera mujer, la madre de Michael y también Ulla, su pareja de entonces.

Ese día, Biggs alzó su copa en honor a sus 15 compañeros, pero también para brindar por un hecho singular: a veces, muy por encima del infortunio y la muerte, contadas aventuras, como en las malas películas, terminan con un final feliz.

Lo cierto es que la suya no tuvo semejante beneficio del destino.

Biggs regresó voluntariamente a su país en 2001, y fue arrestado de inmediato. Pasó muchos años tras las rejas, siéndole denegados una y otra vez sus pedidos de excarcelación. En tanto, su salud empeoraba a pasos agigantados. Recién en 2009 se anunció que sería liberado por “motivos humanitarios. Eso sucedió el 7 de agosto de aquel año; o sea, al filo del cuatrigésimo sexto aniversario del robo que marcó a fuego la historia mundial del delito.

Ronald Biggs murió el 18 de diciembre de 2013, a los 84 años de edad, fulminado por una apoplejía. Nadie es inocente.

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